El fin de los grandes cacicazgos, el despojo de la tierra y la desintegración cultural. La extinción de los grandes cacicazgos fue un factor fundamental en la dinámica de la desintegración cultural y el consecuente sometimiento de las comunidades indígenas.

Para todas las culturas, la tierra es la posibilidad del arraigo, la alternativa crucial para fijar raíces y desarrollarlas, es el ámbito de encuentro con la vida cotidiana; “es el ‘suelo existencial’ que, para el paisano es el ‘pago’ y, para el hombre de la ciudad ‘el barrio’”. Para los indígenas, su suelo existencial se expande por esa tierra sobre la cual viven sus días. Una tierra que muchas veces significa el mundo, en el cual ellos, sus habitantes, son los únicos hombres.

Tener la tierra es tenerse a sí mismos y en el caso de las comunidades indígenas libres de la llanura, la necesidad es todavía más vital: desde hacía casi tres siglos, defendían sus territorios con uñas y dientes, generación tras generación, en un legado permanente que era la bandera de lucha de padres e hijos como lo había sido de sus ancestros.

Pero por encima de todos los significados que poseía la tierra para las comunidades originarias, existe otro argumento, quizás el más valedero, para explicar porqué la “Conquista del Desierto” conllevó un verdadero despojo de la tierra y es que esta era propiedad legítima de los pueblos indígenas comunidades. Solo la violencia y el uso de la fuerza estatal pudieron consumar esa quita a sus legítimos dueños porque por otra vía –por ejemplo la legal- hubiera resultado imposible.

No puede desconocerse que la constitución jurídica del Estado argentino era por entonces un hecho consumado, lo cual implicaba necesariamente la unidad territorial. Pero lo que no puede negarse tampoco es que en aras de aquella constitución se cometió un latrocinio contra los indígenas que, salvo en circunstancias excepcionales, nunca fueron considerados parte de la sociedad argentina. Después de su derrota las comunidades indígenas libres, desintegradas y confinadas, vieron con desconsuelo cómo sus territorios serán ocupados en forma vertiginosa por los voraces nuevos propietarios, impulsados desde Buenos Aires por la recientemente creada Sociedad Rural Argentina:

En su clásico “La burguesía terrateniente argentina”, Jacinto Oddone afirma: que las leyes que se dictaron con posterioridad a la Conquista del Desierto enajenaron, en realidad, 34.006.421 hectáreas, con la alarmante aclaración de que 24 personas recibieron parcelas que oscilaban entre las 200 y las 650 mil hectáreas.

Pero los indígenas habían perdido algo más que la tierra. Fue como si les hubieran arrancado un pedazo del alma; ingresaron entonces de lleno en el túnel de la desintegración cultural.

Un sin número de factores, producto inmediato de la derrota de las culturas libres, golpean la vida comunitaria, desarmando las estructuras políticas, sociales, económicas, aislando a sus miembros entre sí y disolviendo rápidamente los valores tradicionales. Esos factores son los siguientes:

  • a) exterminio sistemático
  • b) prisión
  • c) confinamiento en “colonias”
  • d) traslados a lugares extraños y distantes de su tierra natal
  • e) incorporación forzada de nuevos hábitos y/o formas de vida
  • f) supresión compulsiva de las costumbres tradicionales
  • g) desmembramiento de las familias
  • h) epidemias

En cuanto al exterminio sistemático implicó un genocidio liso y llano. La prisión, por ejemplo, fue una práctica también sistemática, utilizada fundamentalmente con los guerreros; se disponía para ello de verdaderos “campos de detención” como Retiro a la isla Martín García, lugar este último que llenaba de terror a los indígenas, por las características geográficas que jamás habían visto: Epumer, Pincén y Purrán, entre otros grandes caciques, fueron a dar con sus huesos allí...Algún día tendrá que escribirse la triste historia de este lugar que comenzó albergando caciques y terminó confinando a presidentes constitucionales.

Los confinamientos en colonias tenían mucho de prisión: los indígenas debían ceñirse a un terreno sumamente limitado, bajo las órdenes de un intendente militar, generalmente con la presencia de un sacerdote residente dedicado a la conversión al catolicismo de los “colonos” y con la incorporación forzada de distintos elementos para la subsistencia, tales como útiles de labranza, semillas, etcétera, con el consiguiente abandono de las economías tradicionales. Tal fue el destino, entre otros, de los “Catrieleros”, cuyos sobrevivientes fueron recluidos en el fortín General Conesa en las márgenes del río Negro.

Los traslados a lugares extraños y distantes de su tierra natal fueron uno de los motivos de mayor desintegración de su cultura, al abandonarse compulsivamente—la mayoría de las veces en forma definitiva— el lugar de nacimiento y arraigo.

En cuanto a la incorporación forzada de nuevos hábitos y/o formas de vida ella fue una constante en los indígenas trasladados, recluidos o confinados. Infinidad de nuevas actividades, inicialmente antagónicas con las prácticas tradicionales, debieron ser realizadas por ellos en forma abrupta, lo que provocaba golpes emocionales típicos del desgarramiento cultural: los otrora cazadores de la llanura pasaron por ejemplo a ser marineros. Muchísimos prisioneros — se calcula que por lo menos 600 de ellos—fueron enviados al Tucumán para trabajar en los ingenios azucareros y las mujeres y los niños pasaron a integrar la servidumbre de las familias de Buenos Aires.

Zafreros, marineros o sirvientes domésticos fueron algunos de los nuevos roles que forzadamente debieron asimilar, perdiendo de a poco, en la nueva rutina cotidiana, las antiguas prácticas comunitarias.

En este sentido, la supresión compulsiva de las costumbres tradicionales coadyuvó al proceso de desintegración cultural, acelerado por las distintas formas de disgregación comunitaria que se implementaron. Desde las más pequeñas prácticas hasta las ceremonias colectivas fueron objeto de persecución como, por ejemplo, la suspensión de los rituales mortuorios en ocasión de la muerte del cacique Ignacio Coliqueo el 16 de febrero de 1871, antes de las campañas de Roca:

En momentos en que los indios se disponían a dar sepultura al cadáver llegó el Coronel Boerr, y al ver que siguiendo sus usos y costumbres iban a sacrificarlos caballos del finado, los perros que más quería, las mejores ovejas, en fin todo aquello que el difunto cacique tenía en más estima para enterrarlo junto a él; pues nuestros indios consideran la muerte como un corto viaje.[...]Al ver esto el Coronel Boerr, tomó la palabra[...]haciéndoles comprender que ellos no se hallaban en el caso de los indios salvajes de la pampa; que se hallaban ya en un centro de civilización y que por lo tanto debían abandonar aquellas costumbres de salvajismo[...]. Además de esto, hízoles ver que la sociedad tiene mil medios para purificarlos, para qué arrojen de sí ese humor acre y corrosivo, esa lepra moral que está solo alimentada por sus malas creencias y peor religión.
O cuando en ocasión de la celebración de un Nguillatún en la misma comunidad las amenazas buscaron anular las prácticas: Nunca me había encontrado tan frente a frente con la idolatría como en esta ocasión [...] por eso traté de convencer por todos los medios a ese indio, de que suspendiera la ceremonia [...] Añadí que informaría al Gobierno de lo sucedido, y que Dios seguramente no dejaría de castigarlo.

El desmembramiento de las familias indígenas fue una constante en todo el proceso de la lucha en que debieron soportar la toma de prisioneros en las tolderías, en especial de las mujeres, que eran trasladadas a Buenos Aires e incorporadas al servicio doméstico. El desgarro sufrido por las familias enteras de prisioneros llegados a Buenos Aires, ante la separación de padres, madres, hermanos o hijos de que eran objeto, provocó la reacción de los propios observadores tal como se desprende de las crónicas de la época.

Es imposible, finalmente, determinar en forma cuantitativa con precisión los estragos producidos por las epidemias transmitidas por la población blanca entre las comunidades indígenas. Sabemos sí que los flagelos se propagaron como un reguero de pólvora entre los aborígenes indefensos, sin anticuerpos ante calamidades tales como el sarampión, la neumonía, la difteria, la tisis, la gripe o la viruela, que se constituyeron en uno de los principales factores de desintegración cultural cuando no de extinción lisa y llana de algunos grupos.

El triste panorama de la desintegración cultural fue así completado por las epidemias, como si todo lo demás no hubiese alcanzado, como si todo lo demás no hubiera sido suficiente para terminar con la resistencia indígena.

Por El Orejiverde
Fecha: 18/03/2020

El presente texto fue tomado de: MARTÍNEZ SARASOLA, Carlos.2013 [1992] Nuestros Paisanos los Indios. Vida, historia y destino de las comunidades indígenas en la Argentina. Buenos Aires, Del Nuevo Extremo.