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En las primeras décadas del siglo XX los movimientos indígenas en Napalpi, Pampa del Indio y El Zapallar (provincia del Chaco), buscaron la recuperación de las cosmovisiones originarias, pero fueron aplastados por el odio, la violencia y el desprecio por los otros.

Entre 1924 y 1937 se produjeron tres movimientos indígenas que por sus singulares características asumieron un doble rol: ser un vehículo de recuperación de los valores comunitarios tradicionales y al mismo tiempo la expresión organizada de una nueva resistencia indígena ante la opresión de la sociedad nacional.


El primero de estos movimientos se produjo en 1924, en la hoy llamada Colonia Aborigen Chaco, fundada en 1911 con el nombre de “Reducción de Indios de Napalpí”. En ella se agrupaban indígenas tobas (qom) de varios puntos de la región. Desde los comienzos, esos núcleos convivieron con grupos de mocovíes sin integrarse en su mayoría y manteniendo una vieja hostilidad tribal.

Hasta 1915 la Colonia se sostenía exclusivamente de la explotación forestal; con posterioridad se incorporó algo de agricultura, especialmente algodón. Los indígenas también se ocupaban estacionalmente en las tierras de los colonos de las inmediaciones, en general durante las épocas de la cosecha del algodón.

Algunas familias cultivaban sus propias huertas de porotos, zapallos y otros productos. La tierra había sido concedida por el Estado a los indígenas en carácter de ocupantes a título precario y en 1924 la administración de la Colonia les exigió la entrega del 15% de la cosecha algodonera. A esta quita compulsiva se sumaron otros hechos, como el constante crecimiento demográfico de la Colonia debido a que se impidió a los indígenas del lugar trasladarse a los ingenios adonde trabajaban estacionalmente, lo que provocó un hacinamiento cada vez peor; por último, el fuerte resurgimiento de prácticas tradicionales vinculadas con el chamanismo y las jefaturas crearon un conjunto de condiciones que coadyuvaron al estallido de Napalpí.

Los nuevos jefes-chamanes encabezaron con decisión los distintos movimientos de los indígenas, destacándose entre ellos el mocoví Pedro Maidana y los tobas José Machado y Dionisio Gómez; el primero de ellos fue el jefe político u “organizador” de la revuelta y los dos últimos, los jefes “carismáticos” o líderes chamánicos (Cordeu-Siffredi, 1971).

Desde un primer momento los líderes hicieron hincapié en la próxima resurrección de los muertos indígenas. Dionisio Gómez anunció “que iba a resucitar a todos los que habían sido mal muertos por los cristianos”. Alrededor de la nueva prédica se nuclearon masivamente los indígenas y algunos grupos de criollos que —también explotados— se agregaron gustosamente a los rebeldes.

Las primeras hostilidades empezaron a principios de mayo de 1924 a través de breves ataques a campos de cultivos de los colonos blancos y la muerte de algunos animales. Rápidamente comenzó a correr la voz de que los indígenas se estaban armando; la prensa local también “empujó”, tildando de “fanáticos” a los líderes religiosos y advirtiendo sobre las “trincheras de troncos” que se estaban construyendo.

Ante el desarrollo de los acontecimientos, el gobernador Centeno se dirigió hacia el campamento de Aguará, sede del foco rebelde, en donde se entrevistó con los jefes rebeldes (19 de mayo). Lo que en principio pareció ser un fructífero entendimiento terminó en un completo fracaso: el movimiento indígena, de base fuertemente cosmovisional, estaba lanzado con singular energía, mientras que del lado del gobierno, distintos grupos de presión pugnaban por implementar la represión.

El confuso asesinato del chamán Sorai a manos de la policía y la posterior muerte de un colono francés —quizás como venganza— fueron los signos de una tensión desbordante; el enfrentamiento ya era inevitable.

Los grupos indígenas se reagruparon mientras las inmediaciones eran abandonadas por los pobladores blancos, en una virtual evacuación de la zona. La violencia estaba por hacerse presente una vez más como única vía de resolución de los conflictos.

Todo fue muy rápido, porque ante la reunión de las fuerzas del gobernador Centeno, los indígenas se volvieron a atrincherar en el campamento de Aguará, pero desarmados. En realidad nunca pensaron seriamente en atacar a las fuerzas nacionales.

Al amanecer del 19 de julio de 1924 cerca de 130 hombres fuertemente armados rodearon el campamento. Allí, la masa indígena los aguardaba bailando, en la creencia de que con ello las balas no les harían daño. No hubo resistencia alguna por lo que el ataque de las fuerzas represivas se convirtió lisa y llanamente en un fusilamiento. Se dispararon cinco mil tiros y la orgía de sangre incluyó la extracción de testículos, penes y orejas entre los muertos.

Se estima que 200 indígenas perdieron la vida en la más horrenda masacre que recuerda la historia de esas culturas en el siglo XX, cayendo en la acción los líderes Maidana y Gómez.

Los sobrevivientes fueron perseguidos durante mucho tiempo hasta que las llamas del odio se fueron apagando. Pero hoy, noventa y un años después, la memoria sigue viva.

Fuente: El Orejiverde Fecha: 24/07/2015

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