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En un rincón oscuro del mayor templo cristiano de la ciudad y rodeada de ricos altares y antiguas pinturas retratando la vida de santos, la “piedra Wiracocha” recibe ofrendas de raigambre indígena y la visita de fieles que no dudan de su sacralidad.

Cusco, qosqo, ombligo del mundo Inka. Su corazón, el Qoricancha, el Templo de Oro consagrado a Taita Inti, el Padre Sol. Cuenta el cronista aymara Juan Santa Cruz Pachacuti que el altar mayor del Qoricancha era presidido por una lámina gigantesca de oro donde se plasmaba la visión del cosmos andino. Hombre, mujer; día, noche; invierno, verano; tierra, agua. Estrella de la mañana, estrella del atardecer…Toda la dualidad del universo organizada alrededor de una figura ovoide representando a Wiracocha, el Creador. Todo saqueado y destruido por Francisco Pizarro y sus hombres partir de 1533.

Cuentan los místicos andinos, a su vez, que en medio del boato y lujo que rodean a los santos, en la catedral de Cusco existe una piedra de granito de forma similar a la imagen de Wiracocha del Qoricancha. De procedencia ignorada, la piedra se encuentra allí “desde siempre”, talvez desde la época prehispánica en que se erigía allí un templo honor al Creador andino.

Esta piedra, alguna vez desplazada pero finalmente repuesta como traba para asegurar las puertas del templo, tendría la capacidad de recibir la energía pesada, densa, llamada jucha y transformarla en energía sutil, sami, en beneficio de las personas y el universo por la intermediación de un espíritu ancestral, un “apu” protector que responde a la invocación de los humanos. En este caso, el propio Wiracocha.

A pesar del oro que relumbra en cada altar y rodea a todas y cada una de las imágenes del templo, su inmensidad y la piedra grisácea de las paredes hace de la catedral del Cusco un lugar oscuro fuera de los relucientes altares que la componen.

Entré allí un domingo por la mañana, promediando la misa de las 9. Deslumbrada por el elaborado altar de la virgen María que recibe al visitante, quedé de espaldas a la puerta, mirando hacia las naves laterales en busca de la piedra o algún signo de su presencia, ya que ignoraba cuál podía ser su aspecto, color o tamaño.

Caminé a derecha e izquierda sin ver nada, hasta que, al girar hacia la salida, al costado de una columna, en un rincón oscuro al lado del portal y escoltada por un colchón plegado, muy usado, y una maraña de andamios, vi un bella piedra cilíndrica, de unos 70cm de alto, del mismo color oscuro de las paredes, apenas distinguible en la penumbra. En su extremo superior, pulido y apenas redondeado, alguien había colocadotres perfectas hojas de coca reunidas por su base formando un “kintu” ritual.

Al cabo de unos pocos minutos, emocionada pero consciente de mi actitud trasgresora en el más importante templo cristiano del Cusco, percibí un movimiento a mis espaldas y me hice a un costado esperando la reprimenda de alguno de los guardianes que recorren permanentemente el templo a la caza de turistas fuera del horario de visita o de algún irreverente fuera de lugar.

Sorprendida, me di cuenta que detrás de mí se había formado una cola de gente esperando acercarse a la piedra.
Al ceder mi lugar, una mujer de mediana edad se aproximó, apoyó sus manos a cada lado de “kintu”, inclinó la cabeza y probablemente murmuró su pedido, su agradecimiento o simplemente contó su tristeza.

Un grupo de tres chicos, dos varones y una mujer de aproximadamente 20 años, se arrodillaron luego alrededor de la piedra y, tomándose de los hombros, sollozaron algo en un abrazo que no voy a olvidar.

Tras ellos, una pareja de ancianos tomados de la mano probablemente pidieron por los que ya se fueron invocando la memoria del infinito…Después, un hombre solo, de unos 40 años, enjuto y parco de movimientos flexionó también su cintura hacia la piedra acercándose a ella con sobriedad.

Ya más alejada, todavía vi acercarse a una madre con aspecto de serio y una joven adolescente muy parecida a ella…Y un par de dicharacheras amigas de tacos altos y carteras de cuero colgando del brazo…

Fue mucho lo que se superpuso en la catarata de imágenes que vino a mi mente, en una evocación de lo que una vez fue, allí mismo, un centro de espiritualidad basada en el“ayni”, reciprocidad, con la“kawsay”, fuerza vital, del universo. Y con Wiracocha, su Creador.

Sin duda, la fe de hoy en la piedra Wiracochaenraiza en lo profundo de la historia indígena. Donde el tiempo pierde el sentido y se hace evidente que la cultura de sangre inka todavía vibra en el Perú cristiano y de abstraídos jóvenes que whatsappean en cualquier esquina del Cusco o en la terraza inkaica donde una pastora cuida sus ovejas mientras, por celular, da instrucciones para la preparación de la cena.

Dos días más tarde me acerqué nuevamente a la catedral para despedirme. Luego de las bendiciones cristianas volví al rincón de la piedra, siempre arrinconada entre la columna del portal y el colchón sucio y los andamios.

Sólo que esta vez la encontré en soledad, engalanada con una ofrenda de hojas de coca y un racimo de flores de kantu, con ese rosa oscuro, intenso, que sabe vibrar con una alegría de vida más valiosa que todo el oro de los altares que, a mi alrededor, me resultó opaco y mezquino como alabanza a la creación.

Lo sentí como un cálido mensaje de despedida, como una lluvia de energía sami, liviana y refrescante que caía sobre mí, como una sonrisa del universo.

Por María Ester Nostro
Fecha: 28/11/2018

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