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Hace 40 años irrumpía en la Argentina el último golpe de Estado, el más violento y sanguinario de su historia. Una comunidad indígena nos muestra con su testimonio como hizo frente a los dictadores

Entre marzo de 1976 y octubre de 1983, el país atravesó quizás el período más negro de su historia: la dictadura militar entronizada en el poder provocó un desquiciamiento social sin precedentes, expresado en un genocidio que causó miles de desaparecidos, creando una figura legal inédita en el mundo y produciendo un vacío generacional irreparable del cual aún no se tiene clara conciencia ; la virtual destrucción del aparato productivo nacional a través del cierre de cientos de industrias y de medianas empresas con el consiguiente aumento de la franja de desocupados; el enorme abultamiento de la deuda externa cuya consecuencia inmediata fue el agravamiento de nuestra situación de dependencia con los acreedores (las superpotencias), que dejó al país sumido en la pobreza y produjo un notable retroceso en su capacidad soberana; la ocupación militar de las islas Malvinas, que posibilitó que Argentina perdiera la única guerra librada en el siglo XX, cargando sobre sus espaldas con más de mil nuevos muertos, y unos diez mil ex combatientes en estado de desamparo psicosocial, además de estancar las negociaciones diplomáticas por la recuperación de nuestras islas (...)

El retorno a la democracia en 1983, causado por la derrota bélica y debido además a la creciente movilización popular, al enorme desprestigio de los militares y a su ineptitud para gobernar, operó como un hito de contención del flujo y reflujo de medio siglo de golpes de Estado y como bálsamo contra la violencia generalizada.

Como un león que se lame las heridas, el pueblo argentino impulsó el ingreso al recinto de la restauración democrática, y junto con él, lo hicieron nuestras comunidades indígenas, que una vez más habían recibido por acción y omisión los embates de la situación nacional.

Para ellas, la dictadura del 76-83 también fue un remate de una historia de creciente deculturación —virtualmente un etnocidio—, consecuencia de políticas negadoras de su realidad, de la importancia de su cultura y de su dignidad como hombres.

En marzo de 1976 la comunidad guaraní de San José de Yacuy, en el corazón del Chaco salteño, transitaba un interesante proceso de organización interna, sustentado en un sistema de gobierno participativo, con toma de decisiones en forma democrática, e integrando los factores de poder tradicionales tales como el Consejero (el anciano) y los Ypayé (los chamanes benefactores).

La economía comunitaria estaba en vías de expansión con la ampliación de los cercos de cultivo; el acceso a la educación para los niños era promovido por un creciente número de familias; el tiempo libre daba lugar a las fiestas tradicionales (el sagrado carnaval), los viajes de intercambio a la vecina Tartagal, o simplemente, el ocio.

El pueblo de Yacuy tenía un proyecto.

Por aquellos días nos hablaban de cómo veían la posibilidad de insertarse en el país al que sentían propio. Nos hablaban también de su ancestral lucha por la propiedad de la tierra y de cómo estaban obteniendo logros en esa dirección.

Habían hecho mucho con gran sacrificio y trabajo; habían levantado un pueblo de más de mil almas que era ejemplo entre sus hermanos de la región.

Pero una tarde, sin que nadie los hubiera llamado, llegaron ellos, con la misión de “poner orden”, como en cada rincón de la Argentina.

Llegaron también hasta allí. Eran dos o tres oficiales. Uno de ellos se autotituló “interventor de los indígenas” y anunció que venía con mandato de inspeccionar y vigilar al pueblo. La gente contempló a los intrusos de uniforme y sintiéndose indefensa volvió los ojos hacia su jefe. Él les devolvió el silencio en la mirada.

A los pocos días los oficiales volvieron esta vez más prepotentes y decididos a revisar la aldea. Pero el pueblo había cavilado y enfrentó al “interventor”:

—Ustedes tienen armas, nosotros no las tenemos —dijo el jefe avanzando hacia el delegado militar—, pero nosotros tenemos algo peor que las armas: tenemos nuestro poder y yo le juro que si usted toca algo del pueblo, lo dejaremos ciego. Esto pasará, usted se va a volver ciego.

Los oficiales retrocedieron sobre sus pasos y nunca más regresaron a la comunidad.
El pueblo resistió. Se había defendido con el recurso milenario de la técnica chamánica. La sabiduría indigena se había puesto en acción para contrarrestar los embates de los dictadores.

Sin embargo, ya nada sería igual. La noche de terror que había caído sobre el país también había llegado hasta ellos, corroyendo la vida comunitaria e interrumpiendo abruptamente, por enésima vez en su historia, el camino de su autodeterminación.

La historia puede repetirse cien, mil, o incontable cantidad de veces.

A partir del golpe de Estado de 1976 las comunidades indígenas ingresaron en un nuevo cono de sombra. Más aisladas que nunca, rodeadas en sus exiguos territorios por el continuo despliegue militar, virtualmente maniatadas, se convirtieron en bolsones de supermarginación.

La ausencia de políticas o la interrupción de las que hasta entonces se estaban aplicando completaron el cuadro desolador.

En una de nuestras provincias se llegó a negar la existencia de los indígenas por decreto, lo que quizás da la pauta de los verdaderos alcances de los siniestros objetivos del poder militar de turno.

Hace un tiempo atrás, Rosario Qusipe, Presidenta de la Asociación de Mujeres Warmi Sayajsunqo de Abra Pampa, Jujuy dijo haciendo mención a los 500 años, que ellos tenían que servir para que los pueblos indígenas recuperaran su historia, no para pelear de nuevo, “nos tienen que servir para reconstruirla, para tenerla, para nunca olvidarnos lo que nos ha pasado. Igual que el tiempo de los militares, en el mismo sentido. Para que no vuelva a suceder nunca más, para que no nos pisen ni nos atropellen más”.

Por ElOrejiverde
Fuente: Carlos Martínez Sarasola, “Nuestros Paisanos los Indios”,1992
Fecha: 24/3/2016

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