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Desde El Orejiverde compartimos un texto publicado por el bibliotecario peruano Alfredo Mires Ortiz en el libro “Palabras y silencios: Quince años de encuentros nacionales de promoción de lectura en Medellín”, con el que nuestro querido corresponsal reflexionó en torno a la lectura, los libros y las bibliotecas.

El año pasado se publicó en Colombia el libro “Palabras y silencios: Quince años de encuentros nacionales de promoción de lectura en Medellín”, editado en forma conjunta por la Alcaldía de Medellín y Comfenalco Antioquia, con la intención de generar nuevas discusiones sobre la importancia de leer libros, en correspondencia con el Plan Ciudadano de Lectura, Escritura y Oralidad de Medellín, un modo de aportar al bienestar social e intelectual de la ciudadanía en estos tiempos de pandemia y virtualidad.

El texto que presentó nuestro querido Alfredo Mires Ortiz, cofundador de las Bibliotecas Rurales de Cajamarca, Premio Casa de la Literatura Peruana 2021, bajo la temática “Promoción de lectura en comunidades rurales, afro y campesinas”, ha sido titulado “Imago mundi: epidemias y lecturas del mundo rural”, una serie de relatos endógenos sobre el entendimiento de la lectura en comunidades campesinas e indígenas, que vale la pena analizar.

Se comparte el primero de esos relatos, titulado “Los villanos”:

Hace ya muchos años, en 1932, el poeta libanés Khalil Gibran en su libro El vagabundo recogió un antiguo cuento acerca de la fealdad y la belleza: Cierto día Belleza y Fealdad se encontraron a orillas del mar. Y se dijeron: –Bañémonos en el mar. Entonces se desvistieron y nadaron en las aguas. Instantes más tarde, Fealdad regresó a la costa y se vistió con las ropas de Belleza y luego partió. Belleza también salió del mar, pero no halló sus vestiduras, y era demasiado tímida para quedarse desnuda, así que se vistió con las ropas de Fealdad. Y Belleza también siguió su camino. Y hasta hoy día hombres y mujeres confunden una con la otra. Sin embargo, algunos hay que contemplan el rostro de Belleza y saben que no lleva sus vestiduras. Y hay algunos otros que conocen el rostro de Fealdad, sin que sus ropas la oculten a sus ojos.

Al parecer, una confusión como esta también ha impregnado las palabras que decimos y que usamos para definir el mundo; las palabras con las que nos relacionamos como especie y aquellas con que escribimos la historia. Pero, sobre todo, con las que algunos certifican y normalizan el discurso hegemónico: la supuesta superioridad de unos pocos y la mentida inferioridad de otros muchos.

La palabra villano, para citar un caso, alude al malo de la película y el propio diccionario de la Real Academia de la Lengua, hoy mismo, dice que es ‘un vecino o habitador del estado llano en una villa o aldea, a distinción del noble o hidalgo’; ‘rústico o descortés’; ‘ruin, indigno o indecoroso’; ‘hombre muy retirado y poco tratable’.

Pero villano es el que vive en el campo, en una villa. Es el campesino. El oscurantismo le torció el sentido: en mil años de doctrina tenebrosa, la iglesia medieval de la civilizada Europa acendró las visiones y las posturas más retrógradas respecto al mundo rural.

En la perversa estructura social instituida, cuya segmentación imitaba el orden celestial (Bobes, 2002), los nobles parásitos eran los bellatores, los clérigos cucufatos eran los oratores y los campesinos los laboratores, los únicos que debían trabajar. Así, laborar con las manos era sinónimo de «fealdad moral», sujeto de desprecio y deshonra:

En 1336, el abad del monasterio cisterciense de Vale Royal (condado de Chester, Inglaterra) obligaba a sus aldeanos a reconocer sobre las Sagradas Escrituras que «eran villanos, ellos y sus hijos después de ellos por toda la eternidad». (Bobes, 2002, p. 12)

Resulta que los nobles merecían por naturaleza este lugar –en la escala del dominio–, en razón de su sangre y de su estirpe. Hasta hoy, cientos de años después, aún se usan expresiones como «esto no es propio de un caballero». Mientras que los campesinos tenían, en su pobreza implantada, la prueba de su calaña inmoral. Y hoy por hoy, la palabra villano tiene como sinónimos, en cualquier diccionario escolar, a ‘infame’, ‘indigno’, ‘desleal’, ‘abyecto’, ‘traidor’, ‘alevoso’, ‘sinvergüenza’, ‘vil’, ‘bellaco’, ‘malandrín’, ‘patán’, ‘rústico’, ‘abellacado’ o ‘plebeyo’.

Y esto no es todo: a medida que los campesinos vivían en los pagus ‘pagos’ o comarcas de los bosques y fuera de la ciudad, y mantenían sus cultos tradicionales vinculados a la naturaleza, pasaron a convertirse también en paganos, como sinónimo de ‘herejes’ y ‘renegados’.

Desde el año 313, la enajenación del emperador romano Constantino y, más adelante, el despotismo de los obispos cristianos acentuaron la noción despectiva de infieles y miserables para los campesinos del mundo, cuyas religiones no estaban sujetas al dogma oficial del imperio ni a los preceptos del libro monoteísta. A fines de 1862, el historiador francés Jules Michelet (2017) publicó el libro La bruja: un estudio de las supersticiones en la Edad Media; él pone en boca del pueblo pagano lo que entonces podía decirse de esta condena:

El sacerdote, señor y príncipe, cantará revestido con una capa de oro, en la lengua soberana de un gran imperio que ya no existe, mientras que nosotros, triste rebaño, perdemos la lengua del hombre, la única que quiere oír Dios. (p. 57)

De modo que los villanos somos, además, paganos, sinónimo de ‘idólatras’, ‘infieles’, ‘irreligiosos’ y ‘fetichistas’. Esto sin contar –como suelo insistir– con que la palabra rural viene del latín rus o ruris, que significa ‘campo’, ‘campesino’ y que, según los diccionarios, es un adjetivo cuyas acepciones incluyen ‘inculto’, ‘tosco’, ‘grosero’, ‘apegado a cosas lugareñas’; de esta raíz viene rústico: ‘con tosquedad y sin cultura’, ‘perteneciente o relativo al campo’, ‘tosco’, ‘grosero’, ‘hombre del campo’.

Si esta fuera una cuestión solo de índole lingüística e histórica, podríamos reservársela a la academia, pero vaya que atraviesa las visiones, las políticas y las conductas. Tendríamos infinidad de ejemplos, rancios y frescos. Pongo solo uno en el contexto latinoamericano: el señor José María Velasco Ibarra (Quito, 1893-1979) fue presidente del Ecuador en cinco ocasiones. Él dijo alguna vez:

En el Ecuador, los indios del campo, idólatras, casi desnudos, tiranizados [...]. El indio de los campos es un factor inmensamente grande, situado al margen de toda vida nacional. No coopera activamente en la vida del Estado, ni siquiera en el rumbo general. Entrega el fruto de su trabajo y se retira a su tugurio, abatido y triste, a buscar el aguardiente o la chicha. Mientras no se incorpore el indio de los campos a la nacionalidad ecuatoriana no habrá democracia [...]. Pero el indio del campo no hace males. En cambio, el indio de las ciudades es sumamente peligroso. Ha leído libros. Ha subido sin etapas. Ha invadido toda la administración. No se ha espiritualizado. Odia el espíritu [...] ninguna moral de sacrificio limita sus tendencias ni orienta sus propósitos. Es profundamente antirreligioso [...]. Detesta al clero [...]. Es ratero. (De la Torre, 1993, pp. 137-138)

Con todo esto, además de lo que pasa en el cine o la literatura contemporánea: ¿el villano no es el maldito, el detestable enemigo del bueno, el adversario del héroe? Y entonces ¿se nos quedó el maleficio?

Por El Orejiverde
Fecha: 10/02/2022

Palabras y silencios: quince años de encuentros nacionales de promoción de lectura en Medellín. Editor académico: Luis Bernardo Yepes. Edición: Alcaldía de Medellín 2021 – Comfenalco Antioquía, 2021.
Textos: Alfredo Mires Ortiz, Ana Garralón, Antonio Orlando Rodríguez, Daniel Cassany, Didier Álvarez Zapata, Evelio Cabrejo Parra, Fanuel Hanán Díaz, Gaby Vallejo Canedo, Irene Vasco, Javier Naranjo Moreno, Juan Domingo Argüelles, Manuel Peña Muñoz, María Teresa Andruetto, Marina Colasanti, Michèle Petit, Velia Vidal Romero, Yolanda Reyes.
Bibliotecas Rurales de Cajamarca: http://bibliotecasruralescajamarca.blogspot.com/

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